Comunidad organizada: el secreto encanto de la síntesis

Esta síntesis originaria de las diferencias constituye lo mejor de América, pero no deja de tener un aspecto dramático. Por un lado, produce una asimilación de cuantos elementos se vierten en ella y los amalgama con el fondo existente de una manera inimaginable en otras culturas. Por otra, la asimilación deja casi siempre un residuo inarmónico, que puede traducirse en desigualdades, marginamientos y exclusiones relativos, pero también en la construcción histórica de subjetividades que no terminan de encajar” (Armando Poratti, 2016).

 

Hay un lugar común en toda celebración u homenaje de un tiempo que se ha ido. Consiste en decir que el hecho o la persona homenajeada continúan vivos en nuestro recuerdo. Ahora, si se trata de la conmemoración de un acontecimiento filosófico, que además pretende ser ella misma una proyección filosófica, cabe preguntarse si esa vida declamada es algo más que un recurso retórico: si la forma de habitar un recuerdo desborda el marco de la evocación, al punto de señalar algo que sigue pasando y, de algún modo, se resiste al gesto –festivo y nostálgico a la vez– de la revisita a un ayer definitivamente superado.

Mucho de lo señalado ocurre con la rememoración del primer Congreso Nacional de Filosofía de 1949. En general, es común que se ensaye la reconstrucción honorífica de la vida y la obra de algún filósofo o filósofa. Lo que no suele ser común es que se recuerde tan enfáticamente un congreso. Los congresos aparentan ser lugares donde se exponen trabajos de distinta índole y que, dada su mayor o menor relevancia, resultan un modesto hito del memorial de una determinada actividad profesional, o un pasaje puntual por la historia interna de una ciencia específica. Sin embargo, cuando una actividad académica insinúa haber cruzado las fronteras de su particular dominio, y transformarse en un hecho de carácter político, esto cambia. Allí parece que la dimensión alcanzada amerita ser reconocida y reconsiderada de un modo especial. Entonces, cabe preguntarse si esta simbiosis entre un hecho académico y un “intruso” político es algo externo que, en el caso del Congreso de 1949, vino a dotar a la filosofía de una resonancia que, dada su virulencia, continúa suscitando amor y rechazo. O tal vez se trate de que esta articulación es en sí misma un acontecimiento filosófico de primer orden, dado que interpela el punto más débil de la filosofía académica, precisamente: el no hacerse cargo de la síntesis entre sus enunciados más radicales y la necesidad estratégica de una respuesta ante un presente político.

 

La doble estrategia: Perón y Astrada

Que la política acuda a la filosofía para legitimarse no es algo que deba asombrar. De todos modos, no cualquier política puede coquetear con la filosofía. Aunque no sea más que un contacto ligero e interesado, es notorio que nuestros países latinoamericanos han frecuentado gobiernos de considerable cortocircuito ante el más mínimo roce con la reflexión filosófica. En todo caso, la alianza de las clases dirigentes con la llamada “alta cultura” ha sido siempre de tal modo que, mientras la política se subordinó a las elites de los centros internacionales, la cultura se ocupó de imitar de manera simiesca los productos simbólicos generados en dichos contextos. En ninguno de los casos se asumió seriamente la interrogación que la filosofía instaló como desafío al poder político desde la modernidad: ¿por qué obedecer? Tal vez, porque se confundió, de manera sobradamente acrítica, obediencia con normalidad. Ahora bien, que la filosofía, ya en tiempos donde la normalidad empezaba a acumular un cierto desprestigio, haya hecho uso de la política para desinhibirse, es algo por demás novedoso, y hasta tiene un rasgo escandaloso. De pronto la alta cultura siente el impacto de una fuerza descalificada como “aluvión zoológico”, y lo que aparentaba estar en las antípodas del pensamiento se convierte en un kairós filosófico impostergable.

De lo observado se extrae que el Primer Congreso Nacional de Filosofía (PCNF) es el punto de inflexión de una doble estrategia. Por un lado, la de Perón: acercarse a la Filosofía como intento de legitimar su política ante los sectores medios de la sociedad y la comunidad internacional. Del otro lado, por parte de una constelación de actores que irrumpen en la escena académica: articular el pensamiento con ese “otro” de la “normalidad” –el pueblo–, dada la conciencia del déficit filosófico de toda normalidad y, en especial, de una normalidad implantada, esto es, no-pensante y por duplicado. En el cruce de este doble gesto de articulación se encuentra el Congreso, y es por eso que el discurso de cierre, La comunidad organizada, lejos de ser un caso más entre los lugares comunes con que una autoridad política cierra una actividad científica, ofrece un corpus reflexivo fundamental, que incluso hasta supera el valor de las presentaciones teóricas abstraídas de dicho contexto.

La figura central de la primera de las estrategias fue, sin duda alguna, Perón. El comando de la renovación filosófica a través de un acercamiento a las fuentes populares tuvo como figura principal a Carlos Astrada. En ambos casos, se trató de una síntesis de trayectos complejos y de duración bastante acotada.

Es sabido que el peronismo desde sus inicios sufrió el menosprecio cultural de las capas medias y altas de la sociedad que, por razones que el mismo peronismo intentó corregir, eran los filtros adecuados para distinguir entre lo civilizado y lo bárbaro. Por supuesto, Perón y sus seguidores integraban el círculo de la barbarie, en un contexto donde las etiquetas de “irracional”, “sentimental” o “carismático” eran fácilmente asociables a los totalitarismos actuantes en el marco de la Segunda Guerra Mundial. La imagen sociocultural del peronismo arrastraba el lastre de acontecimientos que alcanzaron la dimensión de símbolos de la supuesta “ignorancia” de sus componentes. Entre los ejemplos más notorios están las famosas “patas en la fuente” del 17 de octubre de 1945, o el difundido lema “Alpargatas sí, libros no”, asociado –con ligereza y malicia– a la lógica cultural desarrollada por el movimiento (David, 2004). El periplo de esta percepción decepcionante se completa con la asociación del peronismo a una herencia que refuerza el sombrío cuadro con el que los sectores intelectuales se representaban el fenómeno. No era mero sentimiento, sino que representaba la continuidad histórica con la Argentina del pasado. La insistente tesis de los “dos linajes” se hacía presente ahora con el peronismo, como rostro renovado de una “historia colonial” opuesta al devenir moderno y al progreso (Altamirano, 2011: 35).

Como muestra Altamirano, el supuesto carácter antimoderno y anti-ilustrado del peronismo, caracterizado en base a su continuidad con el revisionismo y el rosismo, era un lugar común de la oposición desde 1945 y avivaba el especial recelo de las capas intelectuales. Se lo relacionaba a la tradición hispano-católica y, por lo tanto, a una verdadera regresión frente a la dirección liberal instalada a partir de mayo de 1810 y coronada en las batallas de Caseros y Pavón.

Es de considerar que Perón contaba con, por lo menos, dos estigmas a vencer. Por un lado, la consideración de un pretendido modelo de país sin ideología, lo cual alimentaba un estereotipo de amplia difusión entre sus detractores: la imagen de un líder demagogo y oportunista. La otra semblanza no era más benévola con Perón: la lógica interna de su movimiento coincidía con el oscurantismo, la hispanidad y la derecha católica. En el marco de esta doble caracterización negativa, con sus correspondientes agencias de noticias y canales de difusión internacional, es de pensar que, para Perón, el PCNF tenía una importancia mayor de la que suelen tener este tipo de eventos en la agenda de un político.

En cuanto a la convocatoria, la estrategia de visualización del PCNF no pudo resultar más exitosa. El congreso celebrado en tierra mendocina reunió a los más importantes filósofos y académicos del medio local, contando además con figuras estelares a nivel internacional, tales como Karl Jaspers, Hans-Georg Gadamer, Gabriel Marcel y Bertrand Russel, entre otros, quienes participaron de manera presencial o enviando sus colaboraciones. Como acierta en destacar Armando Poratti: era la primera gran reunión de la intelectualidad europea en terreno neutral después de la segunda guerra (Poratti, 2016: 59).

Ahora bien, ¿cómo coronar ese éxito organizativo con una adecuada síntesis entre peronismo y filosofía? Se podía seguir –y se ha seguido– insistiendo con la mediación doctrinaria de la Iglesia Católica, fuente ideológica clave en más de un discurso de Perón. De hecho, en un acto realizado un año antes del Congreso, en 1948, Perón disertó ante el Episcopado argentino en un acto de reconocimiento a la obra social de monseñor Nicolás de Carlo, obispo de Resistencia, Chaco. En esa ocasión, Perón se encargó de machacar sobre el sustento del justicialismo en las fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia y en el intento político de su partido de poner en marcha los principios contenidos en las Encíclicas Papales (Perón, 1983: 117). No obstante, esa relación de amistad filosófica con la versión más progresista de la Iglesia Católica no disimulaba el peligro ante una deriva política que se avecinaba –la Constitución de 1949– y que anticipaba el rumbo de una creciente grieta entre Perón y la cúpula de la Iglesia. ¿Hasta qué punto un proyecto político, que en definitiva anhelaba la concreción de una modernidad industrial para la Argentina, podía seguir tan atado a un mensaje católico que proyectaba la imagen social de un orden retrógrado y premoderno? Si hasta esa época la Iglesia había sido la mediadora privilegiada entre la superestructura política, los debates académicos y la cosmovisión más simple de los sectores populares, ahora, por el lado de la filosofía laica centroeuropea, comenzaba a despuntar un rival teórico de considerable peso: el existencialismo, de la mano de intelectuales como Jean-Paul Sartre y Martin Heidegger.

A partir de 1945 y del ensayo El existencialismo es un humanismo de Sartre, prolifera en el escenario intelectual europeo una serie de debates en torno al primado de la existencia sobre la esencia. Si bien el generoso espectro de la filosofía de la existencia incluye a cristianos como Jaspers o Marcel, la filiación existencialista ofrece de conjunto un renovado arsenal de críticas a la filosofía racionalista y eurocéntrica de cuño cartesiano que, a su vez, impactan sobre la ontoteología dogmática de carácter tomista. Es curioso y hasta reidero que estas dos tendencias, que empiezan a disputarse el protagonismo en la crítica del cartesianismo, rivalicen al interior de un movimiento cuyo líder, Perón, adopta el seudónimo de “Descartes” en su labor como articulista del diario Democracia. Más allá de esta nota de color, es de señalarse que esta contienda fue el eje de las discusiones filosóficas del PCNF.

Según la interpretación de David, Astrada, secundado por colegas y amigos como los hermanos Virasoro y Rodolfo Agoglia, fue quien más militó esta confrontación, movido por ese pathos anticlerical que constituye una de sus notas más características. Es así que, en tren de obtener más tiempo en la suma de apoyo y representación del campo existencialista, operó hábilmente desde la dirección del Instituto de Filosofía y logró posponer un año la fecha prevista para la realización del Congreso (David, 2004: 202). Para sumar algo más al campo anecdótico de la intervención de Perón en el Congreso, en el marco de la misma trama que se viene comentando, basta con citar la confesión que años después Rainer, hijo de Astrada, incluyó entre los entretelones del Congreso: la versión de los dos discursos de Perón. David revive ese testimonio según el cual el líder se había hecho preparar dos intervenciones, una más confesional y otra más secular, para ordenar su cierre de acuerdo con la que resultara victoriosa en las discusiones (David, 2004: 207). Sin embargo, y pese a los rumores al respecto, ninguna de las figuras salientes de dicha contienda –ni Astrada por el lado existencialista, ni el padre Hernán Benítez por el lado tomista– se hacen cargo de la versión final de La comunidad organizada.

El mayor lucimiento de la corriente laica que se verifica en los debates en torno a la ponencia de Astrada El existencialismo: filosofía de nuestra época (David, 2004: 203), claro está, no vuelve existencialista a Perón. Son notorias las deficiencias de la filosofía de la existencia –centrada en el núcleo íntimo de la personalidad y en la idea de finitud– para convertirse en filosofía política de Estado. También, ya a esa altura eran materia de preocupación las consecuencias funestas de dicho cruce en las derivas políticas de Heidegger. Sin embargo, tal vez, como sostiene David (2004: 202 y siguientes), este “triunfo” de las corrientes seculares haya sido un factor decisivo en la atenuación –casi al punto de la desaparición– de contenidos confesionales en el discurso de cierre de Perón. Es decir, más allá de los tropiezos políticos del citado Heidegger, cabe considerar que la diferencia entre ser y ente, puntal teórico de la estructura de Ser y tiempo, abría una brecha fundamental para el despunte de una filosofía crítica del cartesianismo eurocéntrico, desde una ontología también rebelde frente a la prédica teocéntrica de carácter tomista. El testimonio de la beligerancia autóctona ante estas dos herencias de la conquista, por un lado, el discurso del método, y por el otro, la philosophia anchilla theologiae, alcanza uno de sus peldaños más lúcidos en El mito gaucho de Astrada. Esa ontología, basada en un existencialismo “situado” y de carácter no confesional, constituye el punto de encuentro de Astrada con otro filósofo que seguirá esos mismos pasos, aunque radicalizando el factor telúrico: Rodolfo Kusch.

De todos modos, tal vez por ese acostumbrado –¿fatal?– desentendimiento entre las más densas disquisiciones epistémicas y las delgadas maniobras políticas, la militancia anticlerical de Astrada sólo alcanzó para establecer una distancia circunstancial entre la disertación más laica de Perón y aquella que hubiera deleitado a tomistas como Octavio Derisi o el mencionado Hernán Benítez. El discurso de cierre de Perón termina decantando en un aristotelismo depurado de referencias religiosas –hoy diríamos “políticamente correcto”– con un aprovechamiento algo ecléctico de los grandes pasajes de la philosophia perennis y un remate que, tal como señala Poratti, dibuja una síntesis mucho más cercana al mesotés aristotélico –término medio– que a la Aufhebung –síntesis– hegeliana (Poratti, 2016: 100).

Es de interés explayarse algo más sobre esta última cuestión. Una de las figuras que ha alcanzado un relieve emblemático en el registro imaginario de la comunidad organizada es la de “tercera posición”. En coincidencia con los análisis de Poratti, es de lamentar que la consideración filosófica de dicho “tercerismo” se haya visto opacada o trivializada por una lectura más crudamente empirista y adecuada a los consignismos de la calle: “ni yanquis ni marxistas” (Bolívar, 2014: 332). Muchas veces los rebusques de la filosofía académica conspiran contra la elocuencia de expresiones que circulan en el mundo popular. Sin embargo, otras veces, la exégesis de la vara filosófica sirve para calibrar la secreta potencia de fórmulas que, libradas a su simpleza gramatical, son rápidamente descartadas como conservadoras o acuerdistas. Si bien el espíritu de la forma: “ni esto, ni aquello”, en el marco de la disyuntiva señalada, deja abierta una problemática equidistancia que será acertadamente cuestionada por la izquierda, Poratti ensaya un replanteo hermenéutico que traslada la perspectiva de los unos frente a los otros, más allá de una mera cuestión de capitalismo versus marxismo.

De este modo, el vapuleado centrismo de la citada fórmula, que se popularizó como “alternativa tibia”, es reconsiderado por Poratti (2016: 100) en los términos de una mediación –ya se ha dicho: aristotélica y no hegeliana– entre el carácter colectivo del nosotros y las apetencias irrenunciables de todo yo. Los pasajes donde el líder enfatiza “la base colectivista de signo individualista” (Bolívar, 2014: 336), o una ética que anuda “la virtud inherente a la justicia” con el “disfrute privado” (Perón, 1983: 66), parecen no alterar esa armonía ideológica con que la oratoria suele disimular los conflictos más profundos. Sin embargo, Poratti detecta en las formas comunales latinoamericanas un fenómeno de hibridez y “unidad inmediata y originaria” que “opera en la finitud” y, por lo tanto, contiene siempre una “diferencia irreductible” (Poratti, 2016: 100). ¿Podrá interpretarse, entonces, desestimando la perspectiva más simplista, que se trata de un término medio entre “lo que hay” y la ruptura del orden ordinario de las cosas? Tal vez se trata de que esa unidad popular –que es siempre también ruptura, diferendo o, como diría Jacques Ranciere: “desacuerdo”– necesita de una mediación estatal para hacerse objetiva. Entonces, estaríamos ante el renovado gesto con el que los reformismos más profundos se plantan ante las hipérboles revolucionarias: entre lo malo que se repite y lo bueno irrealizable, debe elegirse lo mejor. Ahora bien, eso “mejor” no implica un término medio entre izquierda y derecha, sino entre un statu quo que siempre se realiza y una izquierda abanderada de lo irrealizable. Para decirlo en términos de Agoglia: un punto de inflexión entre la celebración capitalista de la inmodificable facticidad y la cultura socialista del permanente reclamo. El sendero trazado describe una perspectiva laica, no en el sentido de un rechazo a la religión, sino en el de la consideración de un mesotés filosófico de corte liberador que habita más allá de la antinomia confesional-secular. Esa es la vía que, según entiendo, queda habilitada con la irrupción de Astrada y su entorno filosófico. El posterior protagonismo de un tomista, Arturo Sampay, como principal constitucionalista en 1949, insinúa un rearme del sector clerical frente a la iniciativa astradiana. Sin embargo, la insuficiente contención de las demandas de la Iglesia, y hasta su eventual contradicción en el texto constitucional de 1949, muestran que la perspectiva laica había –aunque por acontecimientos más políticos que filosóficos– ganado un espacio definitivo en la orientación ideológica del movimiento.

 

De Perón y sus fuentes filosóficas a la filosofía y sus “patas en la fuente”

Ante un universo cartesiano empecinado en la filosofía como ciencia estricta, la irrupción de Heidegger –que en breve (1952) conducirá a la observación de que occidente “aún no ha pensado” (Heidegger, 1994: 114)[1]– señala un destino filosófico que llama a trascender el orden del discurso académico “normal”. De ahí que, a partir de esta sospecha hermenéutica, haya filósofos lanzados a articular la filosofía con el pueblo americano, no sólo por exigencias patrióticas, sino también en nombre de su “misión intelectual” (Hernández, 2017) y hasta de su seriedad como “profesionales” de las ideas.

La impresión de que el pensamiento se encuentra en el “lugar” menos pensado, o de que el orden conceptual es, tal como predicaba Nietzsche, un “cementerio” a la espera del acto vivificante de la poesía, va propiciando un clima de enamoramiento entre la filosofía y el campo popular. Como ya se ha dicho, el gran testimonio de este gesto hermenéutico de raíces telúricas fue El mito gaucho de Carlos Astrada, en su primera edición del año 1948. No es casual que esta articulación entre poesía y filosofía, que se sustraía a la normalidad por el lado de la intuición, y ya no de la fe, adoptara como “plasma mítico” de la argentinidad un estandarte de la lírica popular: el Martín Fierro.

El concepto que organiza la trama crítica de El mito gaucho es el de “deserción de espíritu” (Astrada, 2016: 46), que sirve para caracterizar tanto el legendario antes como el trágico después de la irrupción peronista. En lo que respecta al “antes”, la historia arranca con el proceso colonizador que –tal como señala Poratti– en el caso de América del Sur se hizo en base a un modelo, no de “sustitución de población” como en el Norte, sino de “integración”, donde el nativo pasó a ocupar el lugar de “súbdito” y de “fuerza de trabajo” (Poratti, 2016: 65). La consecuencia de ese proceso de asimilación de elementos y de distribución de roles es que el pensamiento y la cultura quedaron en manos de sectores clericales, positivistas o espiritualistas, en un contexto donde la renuncia a una política propia fue aliada permanente de la aceptación de un “pensamiento puramente mimético” (Poratti, 2016: 71). Esto explica el reproche de Astrada a las capas cultas y civilizadas, de dar la espalda –desertar del mito– al “destino pampeano”, imponiendo una forma de vida y una cultura inauténticas (Astrada, 1982: 46).

Después del 55, y con Perón ya alejado y proscripto, la mediación filosofía-pueblo, operada en el contexto del PCNF y su “comunidad organizada”, fue desviando su eje hacia el polo de la izquierda. Cabe mencionar que es el mismo Astrada quien en el prólogo a la segunda edición de su obra, en 1964, “expulsa” a Perón del mito gaucho, dando cuenta de una decepción política que lo encamina hacia un rumbo cada vez más clasista y menos populista.[2] No obstante, en ese renovado escenario, con un peronismo resistiendo, y ante la radicalización discursiva que alienta toda situación de exilio, Perón adopta una estrategia de síntesis políticamente más audaz que la de la comunidad organizada. Hay que decir que el latiguillo “ni yanquis ni marxistas” terminó devorándose cualquier hermenéutica rebuscada que se intentara hacer del mensaje aristotélico del mítico discurso. Es así que la comunidad organizada pasó a ser concebida –con mucho de acierto y bastante ligereza– como el signo de una alianza ideológica que, como todo mito burgués, termina eludiendo el conflicto de clase y sirviendo a la reproducción ampliada de lo mismo. La intelectualidad no dejó de insistir en la búsqueda de elocuencia a partir de su lazo con el fenómeno popular, pero ese gesto ahora describe un giro que va de la ontología existencial a la sociología. El paradigma que encarna el espíritu de esa nueva síntesis ya no es el del existencialismo de un Astrada o de un Kusch, sino el de un marxismo hospitalario con la cultura popular, como el que se desprende de la influencia de Antonio Gramsci.

La nueva versión de la filosofía y sus “patas en la fuente” dibujó un atajo donde la lealtad de los intelectuales con la cultura y el “ser nacional” –Hernández Arregui– operó en la superestructura, bajo el control en última instancia de una perspectiva marxista que legitimaba sus pasos. Para la Juventud Peronista de los 60 y 70 La comunidad organizada era un discurso conservador y obsoleto que hasta el mismo Perón propiciaba cambiar por el de “la patria socialista”. Es así que el eslogan “ni yanquis ni marxistas” se asoció más que nunca a un peronismo conciliador y anquilosado. El contradiscurso que se pretendió instalar como alternativa a la comunidad organizada quedó registrado en textos y documentos fílmicos, donde el líder desplegó un repertorio afín a las vanguardias juveniles más radicalizadas. Uno de los emblemas de este trayecto fuertemente signado por la opción “liberación o dependencia” es el conjunto de entrevistas que en 1971 Octavio Getino y Fernando Pino Solanas –referentes del grupo Cine Liberación– mantuvieron con Perón, y que dieron lugar a los documentales Perón, la revolución justicialista y Actualización política y doctrinaria para la toma del poder. Sin embargo, la renovada versión de Perón muestra la ambigüedad de un discurso que, entre la rebeldía que fomenta todo exilio y la estrategia que asistía a su retorno, no termina de clausurar el proyecto de su clásica idea de comunidad. La alternativa revolucionaria que buscaban los jóvenes trastabillaba frente a planteos como los del líder, de cara a la pregunta por el “socialismo nacional”. “Eso es justicialismo”, afirmó enfáticamente Perón. Es decir: se trata de que “el hombre sea de la comunidad, pero que la comunidad también sea del hombre”. Tal como acierta en señalar Rocío Otero (2018: 8), la réplica seguía mucho más cerca de la vieja comunidad organizada que de la tan ansiada socialización de los medios de producción.

En el curso de ese mismo año, 1971, y en el marco de dicha radicalización de tinte más bien sociológico, hay un acontecimiento que rehabilita la vía hermenéutica activada por Astrada y profundizada por Kusch. En paralelo a la celebración del Segundo Congreso Nacional de Filosofía, en Alta Gracia, Córdoba, asoma la Filosofía de la Liberación. Al decir de Enrique Dussel –quien luego será su exponente más destacado– fue el despunte del momento “meta-físico” de la filosofía latinoamericana, bajo la impronta de la síntesis de Marx con el descubrimiento de Emmanuel Lévinas.[3] Las discusiones al interior del nuevo colectivo reeditaron la divisoria entre religiosos, laicos, peronistas y marxistas, pero en todos los casos la “opción por el pobre” apuntaba a una comunidad entendida como “pueblo” y llamada a organizarse para la lucha y la toma del poder, por fuera de las estructuras de un Estado represivo, económica y culturalmente dependiente.

Ya en el marco de la dictadura más devastadora del campo popular (1976), el congreso de filosofía del año 1980 representó para muchos un tímido punto de encuentro tras el obligado “exilio interior” de los filósofos más críticos (Poratti). Los conceptos de “comunidad” y “organización” de los sectores populares fueron combatidos desde el Estado con prácticas terroristas que propiciaron la cultura del individualismo y el “no te metas”. En el marco de las políticas de Estado terminó imponiéndose el discurso de un “fin de la historia”, donde aquel mesotés –en el que Perón insistía mientras la izquierda radicalizaba y discutía– quedó eclipsado por un neoliberalismo –en apariencia– sin alternativas.

 

Nada mejor que un epílogo

Ya hacia fines de la década del 80, en el contexto de la restauración democrática y del soplo de renovados vientos nórdicos, un nuevo capítulo sobre la comunidad se abre en el mundo académico local con la importación del debate entre comunitaristas versus liberales (Mulhall y Swift, 1996). La problemática de un Estado neutral y desvinculado de sus fuentes culturales (Taylor, 1996) empuja a la redefinición de la ciudadanía, más allá de las antinomias clasistas o populistas de antaño que lucen como condenadas al olvido. Por fuera de esas reediciones, el desencanto ante los grandes relatos dota de especial protagonismo a ese “residuo inarmónico” de toda asimilación o totalidad. Es así que la filosofía centroeuropea de la comunidad describe una deriva posestructuralista en los leguajes de autores como Jean-Luc Nancy y su continuador, el italiano Roberto Esposito.

Sin entrar en profundizaciones, Esposito desarrolla en Communitas (1998) las ideas planteadas por Nancy en La comunidad des-obrada (1983). En líneas generales, se destaca que la habitual precepción –clásica y moderna– de la comunidad ha sido distorsionada por un significante que le es ajeno: el de la propiedad objetiva de algo. De este modo, y a contrapelo de su pretendida oposición al paradigma individualista, se terminó “elevando a la enésima potencia al individuo”, en la figura hipertrófica de la “unidad de unidades” (Esposito, 2012: 22). Puede intuirse la sospecha de Esposito de que dicho vicio oculto en la intelección de la comunidad es la matriz de los principales lastres arrojados por los discursos que, de derecha a izquierda, acudieron con insistencia a este concepto. Se pensó a la comunidad como una propiedad, un objeto o atributo, perteneciente a un conjunto de personas. Tal atributo o tenencia resplandece en adjetivos que señalan un contenido tal como ser “argentino”, “obrero”, “mestizo”, “peronista”, etcétera. De ahí que, para alguien que se reconoce como poseedor de esa característica común –hoy diríamos, evocando a Perón– no pueda haber “nada mejor” que otro individuo propietario de la misma condición. Vaya observándose el peso deconstructivo de estas referencias de Esposito sobre el dicho de que “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”, o la posterior versión del líder, supuestamente corregida con el adjetivo “argentino”.

Esposito realiza una detallada exégesis del término “comunidad”, la cual conduce a que lo común no es lo propio, sino aquello que empieza, justamente, donde lo propio termina, es decir: es “público”, por contradicción a privado (Esposito, 2012: 26). Ahora bien, desde el momento en que el concepto de “organización” descansa sobre la aplicación de algo que “se tiene”: la propiedad, los medios, determinado territorio o adscripción simbólica, podría decirse que el concepto de “comunidad organizada” es casi un oxímoron dentro de esta nueva concepción. El ataque de Esposito a la subsunción de lo común en el marco organizativo de un Estado conduce a la problematización del concepto mismo de res-pública, esto es, de “cosa” pública. En todo caso, la comunidad no es un objeto común o identidad que se tenga, sino una falta o ausencia de propiedad –munus– que se comparte más allá de toda síntesis originaria. Puede concluirse en que no es aquello que se comparte desde los orígenes, sino el acontecimiento que se origina en el acto mismo de entrecruzarse y compartir. Para un yo, por lo tanto, no habría nada mejor que el encuentro con un Otro: dada la condición de no ser ni tener lo mismo, entre ambos puede surgir algo nuevo. ¿Una oculta influencia de esta filosofía del “contacto”, por fuera de la clásica obstinación en el “objeto en común”, habrá dado origen a la renovada formulación de “lo mejor” que exhibe el latiguillo: “la patria es el Otro”?

Este breve pasaje por el pensamiento de Esposito sirve a los efectos de describir un giro ético-político que va del individuo a la comunidad, como quien va de la objetividad a lo intersubjetivo. Describe un florido campo donde la articulación filosofía-pueblo ya no es la búsqueda de un pueblo unitario y esencial. Y, sin embargo, el surgimiento con el siglo XXI de un populismo de renovado cuño se planta, ante la celebración de la diáspora y sus noúmenos, con una nueva convocatoria a los intelectuales a hacerse cargo de los fenómenos. Hoy asistimos a la devoción académica por el uso plural: comunidades, organizaciones, pueblos, infancias o mujeres, en un contexto donde las ideologías parecen haber cedido ante las luchas corporativas por los espacios privados. Sin embargo, la realidad insiste con el llamado a hacer pie en el barro de una nueva síntesis.

¿Tendrá el mito arborescente de una Argentina mejor algo que decir ante una comunidad de rizomas, hipérboles y pujas corporativas? ¿Persistirá el secreto encanto de una misión posible? Vaya pues este homenaje a La comunidad organizada, un hecho que se debate entre el recuerdo de lo que ya no existe y una obcecada realidad que insiste.

 

Bibliografía

Altamirano C (2011): Peronismo y cultura de izquierda. Buenos Aires, Siglo XXI.

Astrada C (1982): El mito gaucho. Buenos Aires, Docencia.

Bolívar J (2014): “Armando Poratti, La comunidad organizada en el tercer milenio”. En Qué es el peronismo. Una respuesta desde la filosofía. Buenos Aires, Octubre.

David G (2004): Astrada, La filosofía argentina. Buenos Aires, El cielo por asalto.

Dussel E (1975): “La Filosofía de la Liberación en Argentina. Irrupción de una nueva generación filosófica”. Revista de Filosofía Latinoamericana, I, 2.

Esposito R (2012): Communitas, origen y destino de la comunidad. Buenos Aires, Amorrortu.

Heidegger M (1994): Conferencias y artículos. Buenos Aires, Serbal.

Hernández Arregui J (2005): ¿Qué es el ser nacional? Buenos Aires, Continente.

Hernández E (2017): Función de la filosofía, misión del pensamiento latinoamericano. Buenos Aires, Biblos.

Mulhall S y A Swift (1996): El individuo frente a la comunidad. Madrid, Temas de Hoy.

Otero R (2018): “Montoneros y Perón ¿un diálogo de sordos? Apostillas sobre el socialismo nacional (1967-1972)”. https://journals.openedition.org/nuevomundo/73994

Perón J (1983): La comunidad organizada y otros discursos académicos. Buenos Aires, Macacha Güemes.

Poratti A (2016): “La comunidad organizada. Texto y gesto”. En Perón: la comunidad organizada (1949). Buenos Aires, Biblioteca del Congreso de la Nación.

 

Daniel Berisso es doctor en Filosofía (UBA), profesor auxiliar regular de la cátedra de Filosofía de la Educación (UBA) y de Filosofía de la Cultura (UBA). Profesor asociado de Fundamentos de Filosofía y de Ética (UCES), titular de Filosofía de la Educación (UCES). Profesor de Filosofía (UP). Docente de la Maestría en Educación (UNQ, modalidad virtual) y de la Maestría en Estudios Culturales de América Latina (MECAL-UBA).

[1] Leemos a Heidegger (1994: 114) en su conferencia de 1951 (Friburgo): “Qué significa pensar: (…) Lo preocupante se muestra en que todavía no pensamos. Todavía no, a pesar de que el estado del mundo da que pensar cada vez más. (…) Es posible que, hasta nuestros días, y desde hace siglos, el hombre haya estado actuando demasiado y pensando demasiado poco”.

[2] David (2004: 191) analiza este momento de la perspectiva de Astrada como la percepción del peronismo cual “fruto de la conjunción putativa de un pueblo (…) y un ominoso paternalismo”.

[3] Justamente, debe entenderse “meta-física” en el sentido eticista que le da Lévinas, a contrapelo de la interpretación antigua y moderna que va de la sustancia a la metafísica de la subjetividad. De acuerdo con la filosofía levinasiana, la expresión “meta-física” refiere a una alteridad irreductible, que es el núcleo de un humanismo revolucionado según la prioridad de la ética frente a la ontología. Dussel confía en una nueva generación filosófica embarcada en la transformación del pensamiento y la sociedad. Al impulso de esta nueva fórmula ético-política que trasciende el ontologismo de Astrada y su círculo del PCNF, asoma en el contexto del II Congreso la posibilidad de una “filosofía concreta latinoamericana” (Dussel, 1975: 220).

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