Las temporalidades yuxtapuestas en la educación universitaria

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Las universidades también pueden ser textos y, como decía Umberto Eco (1981), el texto es una máquina perezosa que necesita mucha dedicación y esfuerzo para ser comprendida. También hay que pensar que la decadencia de un sistema educativo –anclado en planes de estudios envejecidos, con marcas de dictaduras, teorías obsoletas y patriarcado– no resulta sencilla de transmutar. Hay siempre una historia para contar y nuestras universidades la tienen –cada región la suya, porque en esto no vale generalizar. El proceso de modernización que a finales de los ochenta ofreció alianzas geopolíticas fue resignificando las disputas fundadas por la autonomía universitaria. Se tejieron lazos –por ejemplo, la UDUAL–, se crearon alianzas que al menos desde lo formal rediseñaron el escenario en los noventa –como CLACSO y RICYT– y siguen replanteándose las condiciones para la educación superior con (des)encuentros que se celebran en torno a las convocatorias de la CRES, del CIN y el CPRES, entre otras (Chiroleu, Suasnábar y Rovelli, 2012).

Me niego a escribir sobre la pandemia y mucho menos a poner la palabra educación junto a ella, porque tengo la certeza de que no sabemos del todo qué nos está pasando, ni adónde iremos a parar después de que baje la ola en la que estamos. Aunque, sin duda, nos estamos trasformando en algo que no sabemos muy bien qué es. ¿Mariposa o búho? Pienso en el búho, porque es capaz de camuflarse hasta que pase el peligro que lo acecha. Pienso en la mariposa, porque una vez que comienza su proceso de mutación, éste ya es irreversible. Quizás ya sea imposible pensar la educación sin revincularla con la naturaleza. Quizás a la educación en las universidades le pasa un poco de ambas: sabe que no hay vuelta atrás con algunas cosas. En cambio, se agazapa entre el follaje y espera a que haya mejor clima para salir, pero… ¿cambiar? No cambia nada, solo espera para seguir haciendo lo mismo de siempre.

A las universidades llegan estudiantes que, cual mariposas, tienen sueños nuevos por descubrir y ganas de estudiar todo lo que encuentran, de leer libros, apuntes, blogs, pdf, en cantidades, y a todo lo ven divino. Abren página, toman apuntes, piensan, se enojan, reflexionan, disfrutan, vuelven a escribir y se trasforman en todo eso que ni sabían que estaba allí. Están agradecidas de la oportunidad que la universidad pública les da. Saben que no es así en todas partes, saben que un año más o menos no mueve la aguja, pero aprovechan el tiempo, porque también saben que un título no siempre hace la diferencia, pero a veces ayuda. Son tiempos difíciles para persuadir a las juventudes con titulaciones e inserciones laborales.

También vienen búhos a las universidades –inevitables las asociaciones con la filosofía en sus matices que dan diferencias con las lechuzas. Pero se trata de pensar más en este otro grupo de estudiantes, que en realidad no quiere cambiar mucho de lo que traen y prefieren tomar las instancias que las carreras ofrecen para confirmar sus concepciones previas, su errático sentido común o sus ideas preexistentes. No vienen a aprender cosas nuevas, eso está claro. Exigen de la educación pública una calidad, una cantidad y una extensión que imaginan de excelencia, pero que no secundan con los esfuerzos que eso amerita. Expresan frustraciones y descontento con todo lo que se les propone, y navegan en la incomodidad.

Pienso en estos dos grupos, pero hay matices, ¡claro! Siempre están quienes deambulan por las aulas como si del parque se tratara. También, aquellos y aquellas que tienen problemas de esos que la vida administra y se les complica educarse, entonces vuelven e insisten. Cerca de las pizarras o el PowerPoint, estamos las y los docentes, mirando lo que pasa y escuchando las demandas, las quejas por el desfase entre lo que se enseña y lo que pasa en la calle, tratando de distinguir las singularidades entre esas grandes cantidades de estudiantes.

¿Qué nos hizo ver, pensar, sentir y escuchar esta crisis en las universidades? Entre otras escuchas, anotamos cosas que acontecen en las aulas de las universidades púbicas, casi siempre abarrotadas, mal pintadas, con bancos que nunca alcanzan, focos que titilan, puertas que se golpean… todo ese universo de cosas que pasan y no pasan en las aulas cambió de dimensión, al pasar a lo virtual. Las y los profes nos adaptamos o no, con recursos propios la mayoría de las veces, a ese otro mundo que nos dieron las plataformas. Fuimos llegando poco a poco al ritmo de la enseñanza virtual, encontrando mariposas, búhos y otras variantes. Escribo universidades en plural, porque no importa el lugar del país donde se vaya, en los campus de las universidades públicas conviven, de forma muy tensa, diversos modelos educativos, siempre al amparo de los avatares de la Ley de Educación Superior que sostuvo el marco normativo reglamentarista y la autonomía regulada.

Lo que no estaba pasando antes, tampoco pasa ahora, y quizás nunca pase. La universidad atrasa, lleva ritmo de siglo XIX, aunque ponga todo en pdf y lo cuelgue en el aula virtual. No solo se enseñan cosas de otros tiempos, sino de otras latitudes, con lo que los anacronismos dan un tinte surrealista de atmósfera. Claro que no hablo de dar los clásicos, sino de darlos desarticulados del tiempo y espacio en el que estos y estas estudiantes tiene que habérselas para entender qué quieren decir esos pdf. Tampoco se trata de dejar de atender la misoginia persistente y no revisar el canon para mirar todas esas autoras y autores que no entraron nunca a una planificación de cátedra, porque estaban vedados. Tampoco es cuestión de insistir en negar el contexto, ni dejar de mostrar a las y los universitarios que Europa o Estados Unidos no siempre las ni los considera para las becas de excelencia más prestigiosas.

La universidad distorsiona el sentido: ¿para qué mundos posibles están pensados los planes de estudios y las carreras de nuestras universidades? Educamos para que los y las estudiantes emigren y para el abastecimiento a otros países centrales de gente formada que cumpla con los pactos implícitos de la política educativa que va cambiando de nombres. Ahora pensamos de manera ineludible en la internacionalización. Si no, es difícil entender por qué cuesta tanto que el contexto social, desde el que llegan cada año miles de personas, no logre permear las paredes que aíslan al conocimiento universitario de los sentidos más profundos de la educación: esos que deberían dar las garantías de acceso a la educación universitaria para transformar la sociedad, aquella en la que deseamos seguir viviendo. Acaba de ganar Joe Biden las elecciones de Estados Unidos, de llevar consigo a la primera mujer que ocupa la vicepresidencia de ese país, Kamala Harris, y entonces podemos pensarles como un eslabón más en los planes estratégicos a largo plazo, de los que Vannevar Bush (1999) estructuraba en la demanda del presidente Roosevelt sobre 1945. En esas cartas constan ya planificaciones que tendrán distintos ejecutores, donde la seguridad nacional, el bienestar público, la necesidad de pensar en las juventudes como hacedoras de las ciencias puras y aplicadas estaban diagramadas: tiempos lejanos en los que se declaraba la guerra a la enfermedad como cuestión de Estado.

También puede pensarse por qué se insiste en sostener espacios curriculares en los que los recortes por donde se delimitan los aprendizajes sobre epistemologías siguen desplazando sistemáticamente a autores como Varsavsky –pasaba en los 80, en los 90, en los 2000, y sigue recurrente el mal hábito– y con él la discusión de fondo que lleva a pensar las políticas de ciencia y tecnología como políticas educativas situadas.

La educación universitaria en este 2020, en estas latitudes, quizás nos muestra la costra de una herida que viene sangrando desde hace tiempo. Nos hace ver Susana Murillo (2008) las tecnologías a través de las cuales se coloniza el dolor, en una trama de deslegitimaciones sucesivas, donde la resistencia frente a la naturalización de la desigualdad es un imperativo ético que se trasluce epistémico en lo pedagógico, proyectado en las políticas universitarias.

Urge una refundación de los mundos posibles universitarios, aunque para eso necesitemos dejar de infantilizar al estudiantado universitario. Se trata más bien de reconocerles en su actualidad. Es importante pensar en una reivindicación pedagógica que arranque a la educación superior de las raíces del mundo medieval europeo, de la hegemonía de Estados Unidos, del mundo liderado por el BID del siglo XX, que nos resitúe justo allí donde se ubican nuestras corporalidades. Necesitamos más territorios y horizontes tangibles dentro de las aulas. Necesitamos darle paso al giro afectivo, sexogenérico, de la población que conforma la matrícula. Necesitamos hacernos un mundo donde el conocimiento se juegue en las tensiones que nuestros egresados y egresadas deberán resolver, con conectividad o sin ella, frente a los nuevos desafíos. Necesitamos planes a largo plazo que tracemos desde el Sur-Sur para tener tema de conversación con los Estados que nos han ubicado en el tablero desde hace ya más de cien años. Necesitamos que la relación entre el CONICET y las universidades públicas sea menos extractivista, más cooperativa y menos desigual, con docentes que atienden a cientos de estudiantes y además deben investigar con el listón alto de la productividad. Necesitamos que las brechas de pobreza, que impactan en las condiciones de posibilidad para que se produzcan esos momentos de conocimiento, se visibilicen. Necesitamos como universidades públicas tomar posiciones claras frente al neoliberalismo imperante en las políticas públicas. Necesitamos dejar de educar para cuando las juventudes tengan que emigrar en busca de becas de posgrado. Se trata más bien de centrarnos en nuestros contextos y dejar de cumplir el plan de los otros. Entonces, frente a estos escenarios goethianos de las políticas públicas educativas, estamos acumulando las demandas sobre educación con enfoques de género en las universidades nacionales. Se entiende, con estos pasados, por qué las resistencias a veces parecen muros berlineses.

 

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La dimensión temporal se veía venir trastocada desde hace muchos años. La virtualidad obligatoria no ha hecho más que detonar la alarma. No sólo los tiempos han cambiado, sino que se han superpuesto, vuelto simultáneos, de manera acelerada. Además de las urgencias por culminar trayectos curriculares –con todos los contenidos que deben entrar a como dé lugar en un cuatrimestre– ahora, en un proceso súper complejo, también tienen que ingresar en las temporalidades que nos demanda la virtualidad.

No es un tema nuevo el desfase que generaba la dimensión temporal en la educación. Venía pasando como todo lo demás, pero ahora se acelera la necesidad de pensar qué hacemos con la relación entre tiempos y educación. Quizás debamos comprender con mayor profundidad estas múltiples dimensiones temporales que se yuxtaponen y nos demandan administración experta.

Los procesos de aprendizaje tienen sus demandas. El alumnado no es homogéneo, comprende y se apropia de los temas con ritmos diversos. En muchos casos, sobre todo en los primeros años, aún no aprenden a gestionar las formas universitarias de estudio, con las estrategias de organización de las asignaturas, con los ritmos álgidos que implican las lecturas de los materiales. El aula virtual apura los minutos, el tiempo no alcanza para problematizar todo aquello que en la afectación que nos daban las corporalidades ya era complejo de sostener en las aulas. Los giros epistémicos que es necesario dar y que venían acumulándose estaban siendo ignorados. Estaban acotados a espacios curriculares donde se problematizaba la producción de conocimientos disciplinares de manera aislada, en el mejor de los casos. En este desbarajuste de temporalidades, las configuraciones de circulación, apropiación y producción de saberes se acumulan en las pantallas, ofreciéndonos oportunidades. Allí están los factores sociales latiendo vivamente para decirnos que las ilusiones de la globalización dejan a demasiada gente sin acceder, de manera sentida, al conocimiento. Entonces, las brechas digitales son ineludibles, no ya para pensarlas sino para administrarlas. Claro que, frente al aislamiento, a la escasa circulación de la comunicación, se ofrecen redes de pertenencias, de relaciones académicas que redoblan esfuerzos todos los días para dar la batalla cultural… y en más reuniones virtuales, ¡claro! Casi nadie piensa en la necesidad de silencio, de parar la producción de libros y papers. Casi nadie parece advertir que esta desmesurada –además de frenética– necesidad de publicar textos y tener reuniones nos está ahogando en monólogos que apenas logramos mirar sin leer, porque no se puede con todo ni con tanto. Porque los días siguen teniendo 24 horas, las semanas siete días y las personas dos ojos, dos oídos y el mismo cuerpo de siempre para sostener frustraciones.

Esta vorágine de producción de conocimientos quizás, con su ruido inagotable, atenta contra la preciada educación pública universitaria. Las premisas del neoliberalismo de astillar al sujeto hasta matarlo, de hacerle depositario de su propia capacidad para sobrellevar el peso del mundo sobre su cabeza hasta quebrarla, no deja de reproducir la astucia del martillo pegándole al clavo. Las corporalidades de estudiantes y docentes están siendo atacadas por el simulacro de la educación universitaria, que ni comprende las temporalidades yuxtapuestas, ni se aferra al contexto donde camina sobre el suelo que habita, ni proyecta su sombra frente a un futuro que le espera. En el aula virtual no hay ventanas, no hay gente que ocupe los espacios, no hay ventiladores que no funcionen, ni titilan las luces. Solo está la conectividad estable o intermitente como condición de posibilidad. No hay tiempo para charlas alternas, ni pequeños encuentros con intercambios de un café en el recreo. No hay cola en la fotocopiadora, ni contigüidad de sentires en las bibliotecas.

Pienso con Peter Handke, que pensaba en Goethe y Bergson. Pienso en la duración de este estado de cosas que le pasan a la educación en relación con el tiempo. Pienso con Adriana Chiroleu, Claudio Suasnábar y Laura Rovelli. Pienso con Susana Murillo, con María Paula de Büren, con Alfonso Torres Carrillo. Pienso con todas las compañeras y colegas con quienes conversamos todas las semanas sobre estos temas y hacemos lo que podemos para sumar a las transformaciones.

 

Referencias

Bush V (1999): “Ciencia, la frontera sin fin. Un informe al presidente, julio de 1945”. Redes. Revista de estudios sociales de la ciencia, 14, 89-137. Bernal: UNQui.

Chiroleu A, C Suasnábar y L Rovelli (2012): Política universitaria en la Argentina: revisando viejos legados en busca de nuevos horizontes. Buenos Aires, IEC-CONADU.

Eco H (1981): Lector in fábula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo. Barcelona, Lumen.

Murillo S (2008): Colonizar el dolor: la interpretación ideológica del Banco Mundial en América Latina: el caso argentino desde Blumberg a Cromañon. Buenos Aires, CLACSO.

 

Andrea A. Benavídez es licenciada en Filosofía (UNSJ, 2005), máster en Pensamiento Contemporáneo (Universidad de Murcia, 2008) y doctora en Estudios Literarios (Universidad de Alicante, 2013), y profesora titular de Filosofía II (EUCS), de Lingüística y Semiótica (FFHA) y de Epistemología de las Ciencias Sociales (FACSO) en la Universidad Nacional de San Juan. También es miembro del Proyecto CLACSO Colombia 2019-2022, Procesos y metodologías participativas, dirigido por Alfonso Torres y Alejandro Noboa; del consejo asesor del Instituto de Filosofía (FFHA-UNSJ); del comité académico del Doctorado en Arquitectura y Urbanismo (FAUD-UNSJ); y del Equipo Editorial responsable de la revista Saberes y Prácticas. Revista de Filosofía y Educación. Coordina el “Grupo de articulación en género y educación superior” (GAGES-UNSJ) de la “Red Internacional de Investigación en diferenciales de género en la Educación Superior Iberoamericana” de la Universidad de Alicante.

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